Parte I. El Desfiladero de los Difuntos.

Capítulo III

Zoilán y Raudo habían recorrido la mitad del camino. El Sol seguía en lo más alto y sólo unas pocas e intermitentes ráfagas de viento, venido de las montañas del norte,  restaban calidez al estupendo día de primavera que les acompañaba. La jornada avanzaba más veloz de lo que ambos hubieran imaginado, pero sólo era una sensación y no una realidad. Los caballos tiraban del carruaje con el mismo empuje que en otras ocasiones pero para ellos el tiempo se había acelerado durante la conversación que mantenían.

Como en otras ocasiones, y coincidiendo, poco más o menos, con la mitad del recorrido, Zoilán indicó a Raudo que torciera a la derecha del camino y tomara el angosto pero breve sendero que unía su ruta con un pequeño y tranquilo páramo que, por antojo de la naturaleza, mostraba un singular y bello espectáculo de colores verdosos, rojizos y azulones. Estos colores se debían a un extenso prado verde inundado por cientos de arbustos de no más de treinta centímetros de altura  que comenzaban a mostrar sus frutos. En anteriores viajes, y siempre de camino de vuelta de Ífotes, Zoilán llenaba su zurrón de cuero de estas pequeñas y agrias bayas que luego utilizaba para confeccionar una bebida de intenso bermellón.

Raudo encamino el carro hacia un conjunto de centenarios robles que se encontraban en el costado sur. Siguiendo con el silencio que les precedía desde que dejaron el camino de Ífotes descendieron del carruaje y mientras Raudo desengancha a los caballos para que pastaran, Zoilán presentó, a los pies del bellotero más cercano, un paño de lana en el que dispuso dos trozos de queso, pan y un pequeño barral de vino. Una vez acomodado sobre una firme raíz que sobresalía y apoyada su espalda contra el troco pidió a Raudo que le acompañara.

- Raudo ven, siéntate junto a mí, debemos reponer fuerzas. Nos queda todavía la mitad del viaje y quiero seguir contándote lo que pasó.

- Voy padre, dijo Raudo, mientras le retiraba las ataduras al último caballo.
Padre e hijo se encontraban de nuevo sentados, ahora uno frente a otro. Zoilán le sirvió vino en un pequeño cuenco y le entregó la mitad de un panecillo de centeno y un trozo de queso de oveja que ellos mismo habían elaborado.

Zoilán, mordisqueó el pan y se llevó a la boca un pequeño trozo de queso. Tras unos segundos masticando, tragó y elevó su cuenco de vino para sanear su boca de restos y humedecer su garganta.

- Hijo, recuerdas cuando murió madre?, le preguntó Zoilán a Raudo, con voz triste y algo entrecortada.

- Si padre, lo recuerdo perfectamente, yo me encontraba en Síloc cuando recibí tú carta. Me mandaste, ocho meses antes, junto a Ádamer para que conociéramos a Nömar y a su pueblo. Me dijiste que la Reina estaba muy interesada en que el Príncipe y yo aprendiéramos técnicas y habilidades del mejor guerrero de los bosques. Debo decirte que al principio ni yo ni Ádamer nos sentíamos muy interesados por esa larga estancia pero todo cambió una vez llegamos a Síloc. Había oído hablar de Nömar y su pueblo en el mercado de Arquidón e incluso tú me habías explicado algunas historias pero siempre pensé que eran fábulas para niños.

Raudo hizo una pausa para llevarse un trago de vino a su boca. Quería explicarle con detalles a su padre las sensaciones que tuvo entonces y necesitaba refrescar su garganta.

- Estuvimos varios días de camino y a pesar de que el tiempo nos acompañó, cruzar las montañas del norte se nos hizo duro y no menos peligroso. El Gran Maestre prefirió esta ruta más segura y tranquila, a pesar de sus rocosos y estrechos desfiladeros, a la que bordeaba el Bosque de las Sombras. Llegamos a Síloc al ocaso. Los últimos rayos de luz mostraban un pequeño valle arbolado y repleto de lomas que dibujaban lo que parecía una Vila rural. Esta fue nuestra primera sorpresa. Durante el trayecto, Ádamer y yo, habíamos imaginado como sería Síloc y ninguno de los dos acertamos con lo que nuestros ojos divisaban. Esperábamos encontrarnos con una fortaleza parecida a las que ya conocíamos y por el contrario, Síloc formaba parte de la naturaleza, no destacaba ni sobresaltaba sobre su entorno, era algo agradable, era perfecto.

Raudo era incapaz de contener el entusiasmo. Sus ojos completamente abiertos y engrandecidos acompañaban a sus palabras y sus gestos de manera armónica. De nuevo hizo una alto en la narración para echar un trago y tomar aire. Zoilán seguía sentado, escuchando y sin interrumpirle.

- Apenas descendimos por el último tramo de la ladera, y cuando ya nos encontrábamos a unos pocos metros del camino que nos llevaba a Síloc, comenzamos a oír el sonido de los cuernos que anunciaban nuestra llegada. Recorrimos el cuarto de legua que nos restaba hasta la entrada al poblado casi sin darnos cuenta, el recibimiento fue espectacular a la vez que sorprendente. El camino no finalizaba en la entrada sino que continuaba hacia adentro separando a ambos lados, y de manera bastante uniforme, los montículos que a esa corta distancia dejaban entrever unas pequeñas puertas y un par de ventanas redondas a los lados. Ádamer y yo nos mirábamos estupefactos, nuestros ojos nos mostraban algo que nunca antes habíamos visto. Esas pequeñas lomas, de no más de metro y medio de altura, eran casas y de ellas salían, a darnos la bienvenida, los habitantes de Síloc. Era gente de tamaño pequeño, hombres y mujeres menudos, eran enanos. El Gran Maestre descendió del caballo y nos indicó que hiciéramos lo mismo. Los hombres nos golpeaban los antebrazos a modo de saludo y las mujeres nos entregan pan y agua. Algunos se abrazaban al Gran Maestre y le recordaban el tiempo que había pasado desde su última visita. Ádamer y yo manteníamos la boca cerrada y los ojos bien abiertos, observábamos a derecha e izquierda y seguíamos viendo como se acercaban más y más enanos. Salían de las casas y descendían de las hayas que las resguardaban. Sus características físicas eran sorprendentes. Eran musculosos y sus cabezas eran enormes al lado de las nuestras. Los dedos de sus manos eran cortos y gordos y su estatura no llegaba, ni de lejos al metro y medio. Vestían sus cuerpos con mucha piel y cuero, a pesar de la estación en la que nos encontrábamos. Su corta estatura y sus abundantes ropajes les hacían parecerse a toneles de vino en movimiento.

Zoilán no pudo evitar soltar una carcajada que molestó a Raudo.

- Padre no te burles, mi intención no es mofarme, sino comentarte las sensaciones que viví en Síloc.

- Perdona hijo, Nömar es mi amigo y su pueblo merece todo mi respeto, jamás me burlaría de ellos. Sólo ha sido un impulso incontrolado a la comparación que has hecho. Continua Raudo, espetó Zoilán.

- Pues como te decía, Ádamer y yo, nos quedamos atónitos durante unos instantes. Nos mirábamos y nuestros rostros mostraban una mezcla de sorpresa y asombro. Pero nos tranquilizó observar la naturalidad que mostraban el Gran Maestre y los hombres de la guardia real que nos acompañaban. Decidimos dejarnos llevar y disfrutar de tal novedad para nosotros.

- El gran Maestre se colocó en cabeza del grupo y avanzó por la calzada de tierra que nos adentraba en esa especie de poblado tan particular. Las casas en forma de montículos semiesféricos y las hayas y vegetación que las rodeaban, apenas permitía divisarlas desde las montañas. Nosotros nos colocamos detrás y le seguimos, y a pocos metros, la guardia nos siguió también. Al final del camino y mientras sorteábamos abrazos y saludos, distinguimos una gran loma que destacaba del resto por su centralidad y su tamaño, algo mayor que el resto. Se encontraba resguardada por dos grandes y centenarias hayas que la sombreaban. Al igual que las demás presentaba una puerta en el centro y dos ventanas de madera a los lados.

- Nos detuvimos a unos cuatro metros del portón. La música de los cuernos dejó de sonar y el gentío silenció. La puerta de la casa se abrió y de ella salieron dos enanos que por sus ropas y enseres se diferenciaban del resto del pueblo. El primero vestía con mucho más cuero y piel, encintaba una gran hacha y tapaba su cabeza con un casco de hierro. Era ligeramente más alto y más voluminoso que el resto de los enanos. Fue el primero en acercarse al Gran Maestre. Se saludaron enérgicamente, enfundándose en un abrazo. El desconocido giró su cabeza hacia nosotros y con una voz tosca le preguntó.

- Querido amigo, me alegra vuestra presencia. Esperaba vuestra visita desde hace tiempo pero no esperaba que vinieras acompañado, ¿quiénes son estos dos chiquillos?, preguntó Nömar al Gran Maestre a la vez que soltaba una carcajada.

- El Gran Maestre nos hizo un gesto con la mano para que nos acercáramos a ellos y cuando estuvimos a su altura nos presentó.

- Querido Nömar, éste es Ádamer, hijo de Dábadis y príncipe de Neptadis y este otro muchacho es Raudo, hijo de Zoilán.

 - Vaya, vaya, así que nos honra con su presencia el Príncipe y el hijo de mi buen amigo Zoilán. Pues sed bienvenidos a estas tranquilas tierras del norte. Síloc, como debéis saber, es unos de los siete pueblos que forman el Reino. Mi nombre es Nömar, jefe de este pueblo y Guardián de la Luz por expreso deseo de Dábadis, la gran Reina de Neptadis. Esas últimas palabras nos abrumaron, pero especialmente a Ádamer que inclinó su cabeza mostrando su gratitud.

- Tras esas palabras de acogida, Nömar nos abrazó, palmeó nuestras espaldas y aprovechó para presentarnos al segundo enano que había salido de la casa y que se encontraba a la derecha del Gran Maestre intercambiando algunas palabras. Se llamaba Litakis, era el alquimista de Síloc y vestía una túnica de blanco avellanado hasta el suelo y un curioso cubre cabezas con forma cónica y puntiaguda. A diferencia del resto del poblado, Litakis no nos saludó a golpe de antebrazo.

- Queridos jóvenes, sed bienvenidos a las tierras del norte de Neptadis. Me encargaré, personalmente, que vuestra estancia en Síloc sea lo más provechosa posible. Os adentraré en el arte de la sanación y para ello aprenderéis a conocer las virtudes de nuestra madre naturaleza. Os enseñaré a reconocer las plantas y a cómo usarlas, tanto para sanar como para indisponer. La naturaleza nos brinda todo aquello que necesitamos y siempre que seamos respetuosos con ella, nos brindará todo aquello que requiramos…, comentaba Linakis, cuando Nömar lo interrumpió.

- Bueno, bueno, estimado alquimista, no es necesario que abrumas, en su reciente llegada, a los jóvenes guerreros, ya habrá tiempo de sobras para que conozcan sus menesteres futuros. Además yo tengo también algún encargo de la Reina para ellos. Comento Nömar, a la par que soltaba una enorme y duradera carcajada, a la que se unieron varias carcajadas más de las gentes que los rodeaban.

- Ádamer y yo nos mirábamos y a pesar de que no cruzamos palabra, estábamos pensando lo mismo. Ese pequeño hombrecillo nos iba hacer sudar muchísimo.

- Nömar nos pidió que le acompañáramos por una bifurcación de la calzada central que se dirigía, por la izquierda de su casa, hacia una pequeña zona arbolada. Ésta se encontraba a unos cien pasos y presentaba a cada lado de la vía dos montículos algo más grandes que la casa de Nömar. Paramos frente a ellas y mirando a la situada a la izquierda nos mencionó que esa sería nuestra estancia mientras permaneciéramos en Síloc y la del frente sería la del Gran Maestre. Antes de entrar en la casa percibí como varios enanos acompañaban a nuestros soldados y a nuestros caballos camino adentro, hacia un conjunto de hayas.

 - Justo antes de entrar, Nömar nos dijo que al ocaso pasarían a recogernos para comer todos juntos y despedir este día donde el jabalí y el vino no faltarían.

- Ádamer abrió la puerta y entró sin dudarlo. Justo detrás lo hice yo. Ambos tuvimos que inclinar nuestras cabezas para salvar el marco. Dentro de la casa, la altura nos permitía estar erguidos pero con nuestras testas casi rozando el techo. Me llamó la atención su amplitud y su forma ovalada. Un diseño que sólo era imperfecto a partir de la mitad de la pared, donde su muro descendía en línea recta hasta el suelo. Un aspecto que desde fuera de la casa era inapreciable. Mientras Ádamer dejaba los bultos al lado de un enorme escritorio y dos estantes de madera repletos de libros que invitaban al descanso y raciocinio, yo seguí observando casi absorto el habitáculo. Presentaba una única y amplia estancia. Las dos ventanas situadas a los lados de la puerta dejaban penetrar los últimos rayos de sol del día, iluminando con libertad prácticamente toda la habitación. En el centro e incrustado, ligeramente, sobre el suelo, se apreciaba un objeto circular de metal repleto de brasas que humeaba un fino hilo grisáceo que se esfumaba del interior a través de un sencillo hueco en el techo de la casa. A unos pocos pasos de distancia, y uno a cada lado, dos camastros envolvían la chimenea. Al fondo una alargada mesa también de madera y unos perfectos troncos cilíndricos cepillados hacían de asientos. A mi izquierda y justo al lado de una de las ventanas, una enorme tina, casi colmada de agua, invita al baño, no tanto por la necesidad de higiene después de un prolongado viaje sino por la cautivadora fragancia que despedía y vestía toda la sala. Era sorprendente la perfección con la que estaba trabajada la madera de los muebles y me llamó la atención la escasez de piedra. A diferencia de nuestras casas, éstas eran cálidas y acogedoras y nada frías y rudas.

- Que cama quieres? preguntó Ádamer.

-Esta misma, contesté, dirigiéndome a la situada a mi derecha, la que se encontraba cerca del escritorio. Me senté en el lecho con la intención de que mis cansadas piernas reposaran y repusiesen fuerzas. Permanecí inmóvil durante un buen rato, seguí observando la estancia y como Ádamer se despojaba de su atuendo. Apenas tardó unos pocos segundos en dirigirse al barril de agua e introducirse en él. Refunfuñaba y gruñía como una bestia por lo helada que estaba, pero también mostraba con gestos y carcajadas su satisfacción por aquel deseado baño perfumado.  Poco después salió del recipiente y golpeó una palanca situada en su lateral, desaguando el contenido del barril. Fue entonces, cuando decidí asearme yo también. Una vez junto a la tina de agua, tiré de una cuerda situada en el techo. Al hacerlo comenzó a emanar un caño de agua a través de un conducto de madera que descendía de la cubierta. En pocos minutos el enorme barril estaba de nuevo rebosante y propagaba ese estupendo olor a flores. Sumergí mi mano y un escalofrío recorrió mi cuerpo. La temperatura del líquido me recordaba las frías aguas que transitaban por nuestras tierras. No retrasé más el baño y con la ayuda de una banqueta me introduje dentro. El agua estaba helada y mi cuerpo apenas tardó unos segundos en amoratarse. Me sumergí un par de veces. Me froté con un trapo de seda que colgaba de la pared. Ádamer ya se había vestido y decidí finalizar ese estupendo momento de aseo después de varios días de viaje. Salí y me sequé con unas telas que reposaban dobladas al pie de la cama. Saqué unas ropas que madre me guardó en el morral y me vestí. Mientras me colocaba las botas, tres golpes secos y contundentes retumbaron en la puerta. Ádamer que se encontraba de pie la abrió y tras ella un pequeño hombrecito, que reconocí como uno de los que acompañó a nuestra guardia bosque adentro, se dirigió a nosotros con amabilidad y exigencia.

-Señores, deben dirigirse a la casa de Nömar sin dilación, les está esperando, no deben demorarse, marchen ya.

Y sin esperar ninguna respuesta el enano marchó por el camino por el que había venido.

- Ya lo has oído, querido amigo, no hagamos esperar al gran jefe de Síloc, me espetó Ádamer con voz grave y una ligera sonrisa.

Zoilán mostró una sonrisa, pero evitó hacer ningún comentario, no quería interrumpir a su hijo.

- Salimos de la casa y nos dirigimos al encuentro con Nómar. Al llegar a su morada, dos enanos, que por sus ropas parecía guerreros, flanqueaban el umbral. Uno de ellos nos abrió la puerta y entramos con algo de dificultad ya que la altura era inferior a la de nuestra casa. Nuestras cabezas debían inclinarse para evitar golpearnos con el techo. Entramos y la izquierda de la sala se encontraban, sentados alrededor de una mesa ovalada para no más de seis comensales, Nömar, Lutakis y el Gran Maestre. Nömar nos pidió que tomáramos asiento. Ádamer se sento justo al lado del alquimista y yo lo hice al lado de Nömar, quedando el Gran Maestre en el centro de ambos.

- Lutakis y el Gran Maestre conversaban a nuestra llegada y no dejaron de hacerlo mientras tomábamos asiento, sólo callaron cuando Nömar tomó la palabra.

- Relajaros. Comed carne y bebed vino, mis jóvenes amigos. El Gran Maestre me ha explicado con detalle el motivo de vuestra visita a Síloc y no dista de lo que imaginaba. Debéis saber que la Reina Dábadis me ha encargado vuestro adiestramiento, como ya lo hizo, unos lustros antes, mi padre con vuestros padres; Trifut y Zoilán.

- Ádamer y yo nos miramos sorprendidos, sabíamos que tanto tú como el rey sois expertos en el manejo de las armas, sobretodo de la espada, y que domináis con excelencia el uso de algunas materias que la naturaleza nos brinda, pero nunca imaginamos que hubierais estado en SÏloc con el mismo propósito por el que estábamos nosotros ahora. Es más, nunca me has hablado de ello padre.
Zoilán reclinó su cabeza ligeramente hacia delante y mostró con su silencio la dificultad para darle una explicación.

- Entiendo tú perplejidad hijo, pero como te dije antes, muchas de las cosas que han pasado no te las he explicado por tu seguridad, le comentó Zoilán.

- Ya, siempre me dices que mis dudas serán contestadas a su debido momento, le respondió Raudo mientras continuaba con explicación. Durante la cena, Litakis y el Gran Maestre hablaban entre ellos y Nömar nos narraba historias de los Guardianes de la Luz. Nuestras barrigas se encontraban ya exhaustas cuando Nömar solicitó un brindis por Neptadis y tras tragar todo el vino de su copa de madera nos dijo:

- Mañana empezareis temprano. Al alba deberéis estar preparados para empezar vuestra jornada de adiestramiento. Vuestra estancia en Síloc durará trescientos días y durante todo ese tiempo vuestro objetivo será aprender. Yo y mis hombres os adiestraremos en técnicas de lucha y Litakis os ilustrará sobre los secretos de la naturaleza. Ahora debéis retiraros a descansar. Cuando salga el Sol, Lutar y Promitius, pasaran a recogeros. Os ayudarán en aquellos que necesitéis y aclararan vuestras posibles dudas.

Nömar, paró un instante su explicación. Llenó de nuevo su copa y bebió vino.

- Bien, si no tenéis preguntas ya podéis marchar, dijo Nömar.

- Ninguno de los dos abrimos la boca, así que nos miramos y casi a la par nos levantamos i marchamos de la casa. Ya fuera, y durante unos pasos, mantuvimos el silencio. Eran muchas las preguntas que hubiera hecho a Nömar pero la sorpresa sobre nuestro devenir en Síloc los próximos meses me bloqueó.

- ¿Qué te parece todo esto?, ¿tú sabías algo?, le pregunté a Ádamer.

- No, no tenía ni idea. Pero creo que es lo mejor que me ha pasado en la vida.

Tenemos la oportunidad de convertirnos en maestros de armas, como nuestros padres. Además aprenderemos a movernos y a sobrevivir en el bosque, ¿no te parece algo fascinante?, preguntó Ádamer.

-Por supuesto, claro que sí, pero tanto misterio me sobrepone. Nos encontramos en un pueblo del que sabíamos bien poco, es más, nuestros padres apenas nos hablaron de sus gentes y mucho menos de sus características físicas. Además tú madre, la Reina, nunca nos comentó que algún día marcharíamos a Síloc. Y el Gran Maestre, durante el viaje, sólo nos explicó que nuestra visita a Síloc era para conocer a Nömar, uno de los Guardines de la Luz. Pero a pesar de mi inquietud estoy de acuerdo contigo, mañana comienza un nuevo viaje en nuestras vidas.

- Llegamos a la casa y no tardamos en despojarnos de nuestras vestimentas y tanto yo como Ádamer nos acostamos en los camastros. Tardamos apenas unos instantes en adormecernos. El cansancio del viaje y las nuevas vividas, las últimas horas, en Síloc,  pudieron con nuestras ganas de seguir despiertos.

1 comentario:

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